¿Quién dice que en un circo no pueden surgir historias de amor fulminantes? ¿De esas que te hacen suspirar y llorar emocionados?
Cándida era la niña serpiente, la ictiosis la había convertido en una rara aberración y sus padres horrorizados la dejaron al cuidado del circo a cambio de unos cuantos billetes. Nada de esto hizo de la niña una mujercita resentida, el ambiente en el que creció espantaba toda alusión a normalidad. Era una amorfa más entre anómalos, hasta que el hijo de la barbuda quiso formar parte de la gran familia. Era un niño perfecto. Tan idéntico a los de afuera que a veces costaba distinguirlo cuando se sentaba entre el público.
El amor surgió en cuenta gotas y cuando el recipiente estuvo a punto de rebalsar, se dejaron guiar por sus instintos.
Él la beso con pasión, intentando no prestar atención a la piel escamosa que le raspaba el rostro.
Ella se contorsionó a su alrededor admirando la belleza de su presa.
Jugaron por un tiempo.
Se empaparon de jugos casi como en una ceremonia de adobado y cuando las manos y las lenguas pidieron más se entregaron él uno al otro sin medir consecuencias, sin ahondar en sus historias, falencias o precedentes médicos.
La niña no era una simple serpiente...
Él la penetró con el ansia de un joven que intenta perforar su anatomía, su alma, su psiquis.
Ella lo aprisionó con las piernas y mientras se elevaba en un demoledor orgasmo lo rodeó con el cuerpo al grito de “mío”.
Cándida no era una simple serpiente, luego de este pequeño altercado descubrió que en realidad era una boa constrictor. Desencajó la mandíbula y lo tragó. Derramó una lagrimita cuando terminó de comérselo, un poquito por el amor perdido y otro por sentirse atragantada (nada que un vaso de agua no pudiese solucionar).
Tuvo que limarse la piel y jugar a ser normal (en el circo, luego de la desaparición del niño, ya no quisieron tenerla).
Cándida ahora usa cremas humectantes, nutritivas y descamantes.
Reniega de su normalidad.
Se come sólo a un hombre por semana.
Autora: Diana Beláustegui
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